No siempre nos quedará París

Retractándose anda para ver si funciona eso del redimirse, y volver a conquistarse. Pero no. Cuando algo va muriéndose o está contaminándose por el cáncer, por mucho que trate de extirparse, acabará por provocar la metástasis. Pudriéndose, lentamente, finiquitándose, cómo una vieja ideología, olvidada incluso por aquellos que con más ahínco la defendían.

No somos ni héroes ni fuertes. No somos nada ni nadie. No seremos aquello que llaman gigantes, ni recordados en hazañas de dudoso tinte histórico. No seremos amados por lo que fuimos. Tan sólo por lo que somos. Porque todo es puntual y puntuable. Como la conducta o el carácter. Ni valientes, ni valorables.

Ceros, independientemente del lado en el que estén posados. Y se siente como una exclusión del núcleo, con sus muros inquebrantables e imposibles de penetrar. O de tomar. Y cuando el cuerpo le pida tomar, ¿qué tomará? Tan sólo tragos de soledad. Entre pequeños sorbos disfrazados de camas donde no brillan las ausencias. Acabará emborrachándose de egoísmo por ser incapaz de dialogar consigo mismo. Por ser incapaz de cambiar.

Todos lo necesitamos, y estamos necesitados. Sin embargo nos cuesta reconocerlo. Y mientras tanto, con desesperación lo ignoramos, mediante estúpidos postulados que realmente no llevan a ningún lado. Y asumimos ese estado, el de malestar constante, como algo natural e inevitable. Bloqueando la vacuidad. Engañándonos pretendiendo llenar su vacío con la falsedad que sólo puede otorgar una sociedad rota.

Y es que, desgraciadamente, no siempre nos quedará París.

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