Nada es lo que parece

Te despiertas en mitad de la noche en una habitación que no es la tuya. Miras en derredor tratando de hacer acopio de información y recordar cómo llegaste ahí. Inútil tarea cuando la primera imagen que te viene a la cabeza es la de ti misma, rodeada de amigos y brindando por enésima vez con un chupito de Jaggermeister entre las manos. Te levantas torpemente para averiguar dónde demonios se encuentra el interruptor de la luz y, de esa manera, alumbrar un poco la oscuridad que reina en tu cabeza. Una cabeza que, por cierto, parece que estuviese siendo golpeada por un regimiento de seres diminutos cargados con martillos y malaleche.

Accedes al interruptor y te paras a observar. Por un instante tu corazón se agita, se acelera y, hasta se te ocurre pensar que te han secuestrado. ¡Qué tonterías! «Con lo mayor e insignificante que soy». Te dices a ti misma. Hace dos noches sabías donde estabas. Y con quién. Sin embargo, hoy, esa tarea es imposible. Automáticamente un sentimiento de pánico se apodera de tu ser y te acuerdas de ese documental que viste en la VICE magazine online y que trataba sobre la burundanga. «¿Será que me han echado droga en la droga? Perdón, en la bebida «, te preguntas.

Con la luz prendida te das cuenta de que te encuentras semidesnuda y que la cama donde yacías minutos antes está completamente desecha. «Como si alguien hubiese estado follando», reflexionas para tus adentros. El pánico va e aumento. Respiras hondo, resoplas, sacudes tu cabeza y tratas de calmarte. En vano.

Un escalofrío recorre tu espinazo cuando, inútilmente, tratas de que las piezas del puzzle vayan tomando forma en tu atormentada y resacosa mente. No ha sido la burundanga. No. Has sido tú misma. Ha sido culpa de ese maldito resorte que se activa dentro de tu corazón cuando te sientes borracha, melancólica y sola. Profundamente sola. Sin embargo, te percatas de algo importante: en la habitación sólo estás tú y, a pesar de que en la cama existan indicios de que alguien ha practicado sexo en ella, no hay condones usados o, ya puestos, miembros que se hayan calzado algún condón.

Rebuscas entre el suelo desordenado de ese cuartucho para encontrar tus pertenencias y tratar de salir del abismo en el que te encuentras. Coges el móvil y miras la hora. Las cinco y cuarenta y tres minutos de la madrugada. Te vistes y piensas: «¡Qué pereza volver ahora andando a mi casa! A estas horas, ¡y de resacón!»

Sales de la habitación, deambulas por los pasillos de esa vivienda desconocida para ti y es entonces cuando lo ves. Está de pie, en la cocina, echando un cigarrillo y sonriendo al verte pasar. «Hola, veo que te has despertado». «¿Perdona, quién eres?», atinas a decir. «¡Vaya, qué mala memoria tienes! ¿Acaso no recuerdas nada de anoche?». «Pues no mucho, no». «Mejor», te dice. «Total, para lo que hay que recordar…», apostilla. «¿Perdona?», atinas a decir en un tono medio de sorpresa medio de ofendida. «Nada. No pasó nada, tranquila. Estabas en la puerta del bar donde nos conocimos y me pediste que te llevase a tu casa, sin embargo, la borrachera que tenías en lo alto te hizo olvidar hasta donde vivías, por lo que decidí traerte a la mía. Fue llegar, te desnudaste casi por completo y te tiraste en plancha en mi cama para quedarte dormida. Y desde entonces, ahí estabas. Y yo, aquí en la cocina, tomándome la última cerveza y fumándome un cigarrito. Lamentando ser buena persona y no haberme aprovechado de ti».

FIN.

Moraleja: No todo es lo que parece, aparentemente.